lunes, 21 de junio de 2010

(Excepción) Entereza

1630

Motocintle

No traicionan a sus muertos

Durante casi dos años había predicado fray Francisco Bravo en este pueblo de Motocintle.
Un día anunció a los indios que había sido llamado desde España. Él quería regresar a Guatemala, dijo, y quedarse para siempre aquí, pero allá en España sus superiores le negarían el permiso.
--Solamente el oro podría convencerlos --advirtió fray Francisco.
--Oro no tenemos --dijeron los indios.
--Si tenéis --desmintió el cura--. Yo sé que hay un criadero de oro en Motocintle.
--Ese oro no nos pertenece --explicaron ellos--. Ese oro es de nuestros antepasados. Nosotros nomas lo estamos cuidando. Si algo falta, ¿qué les diremos cuando vuelvan al mundo?
--Yo sólo sé lo que dirán mis superioresen España. Me dirán: "Si tanto te aman los indios de ese pueblo donde quieres quedarte, ¿cómo estás tan pobre?"
Se reunieron los indios en asamblea para discutir el asunto.
Un domingo, después de la misa, vendaron los ojos de fray Francisco y lo hicieron dar vueltas hasta marearlo. Todos fueron tras él, desde los viejos hasta los niños de pecho. Al llegar al fondo de una gruta, le quitaron la venda. El cura pestañeaba, lastimados los ojos por el fulgor del oro, más oro que el de todos los tesoros de las mil y una noches, y sus manos tembleques no sabían por dónde empezar. Convirtió en bolsón la sotana y cargó lo que pudo. Despues juró por Dios y los santos evangelios que jamás revelaría el secreto y recibió una mula y tortillas para el viaje.

Al tiempo llegó a la real audiencia de Guatemala una carta de fray Francisco de Bravo desde el puerto de Veracruz. Con gran dolor del alma cumplía el sacerdote su deber, en acto de servicio al rey por tratarse de importante y esmerado negocio. Daba noticias del posible rumbo del oro: "Creo haber andado a escasa distancia del pueblo. Corría a la izquierda un arroyo..." Enviaba algunas pepitas de muestra y prometía emplear el resto en devociones a un santo en Málaga.

Ahora irrumpen a caballo en Motocintle el juez y los soldados. Vistiendo túnica roja y con una vara blanca colgada en el pecho, el juez Juan Maldonado exhorta a los indios a entregar el oro.
Les promete y garantiza buen trato.
Los amenaza con rigores y castigos.
Encierra a unos cuantos en prisión.
A otros aplica el sepo y da tormento.
A otros hace subir las escaleras del patibulo.

Y nada.

Eduardo Galeano. "Memoria del fuego, I. Los nacimientos"